ENRIQUE CAMPOS MENENDEZ, El Misionero

 

 

 

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Por  Arturo Flores Pinochet

Como sabemos, a veces basta un poema o un cuento o una novela para que un escritor pase a la inmortalidad. El imaginario popular aprehende con satisfacción el texto que hirió su sentimiento y lo traerá siempre a cuento cuando llegue la ocasión.

Es la cima de todo autor.

Hay un relato de un escritor chileno que debe ser conocido por muchos y cuyo nombre aparece en algunas antologías. Se llama “El Misionero”, surge en el libro “Sólo el Viento” y su autor es Enrique Campos Menéndez, conocido “censor cultural” del régimen militar e influyente también para negar a María Luisa Bombal el Premio Nacional de Literatura. ¿Las razones para tan abominable acción?. Todas extraliterarias, lo cual ennegrece el nombre de este escritor magallánico.

Él, en cambio, recibió el máximo laurel literario sin oposiciones.

La obra de Campos Menéndez, en general, no ha trascendido mayormente en la historia literaria de Chile y sus textos no pertenecen al Parnaso de las Letras. Si no es por el Premio Nacional de Literatura, su nombre pasaría rápidamente al anaquel de las oscuras bibliotecas, sólo visitadas por fantasmas.

En su región, evidentemente, lo conocen.

Sin embargo, y tal como lo decíamos al principio, posee un cuento que hace olvidar su lamentable acción como censurador y permite, por un instante, pensar que es un buen prosista.

«El Misionero», que recuerda un poco al “Eclipse” de Augusto Monterroso, es un relato casi perfecto en su estructura. Es breve, sintético, con una tensión eficaz, un desarrollo dinámico, acertada ambientación y final sorprendente. Trata sobre la llegada de un sacerdote a la región patagónica. Adviene como misionero para adoctrinar a los onas en la religión cristiana. Para ello vive un tiempo con ellos, se empapa de su cultura, no deja de predicar y, como fundamentalista, piensa que la suya es la única verdad con el único Dios, al contrario de los indígenas que poseían varios, obtenidos de sus experiencias con la natura. Provisto de una labia convincente logra al fin persuadir a los onas sobre lo fabuloso de su religión y, para doblegarlos, pinta el paraíso como una maravilla incontenible. Lo recrea tan bien y apasionadamente, como alucinado, que los aborígenes deciden suicidarse para adelantar el paso a esa vida extraordinaria. Pero él les habla sobre el pecado del suicidio. No pueden hacerlo. Es malo. Entonces, con alegría y amor, amparados en la generosidad cristiana, deciden cederle el paso al sacerdote a ese bello paraíso, para que los encamine y goce de inmediato de tanta belleza. “Un mal disimulado terror, apenas encubierto por una sonrisa, que era casi una mueca, se apoderó del misionero. Forzado a mantener sus principios, al mismo tiempo que decidido a conservar la vida, su cara reflejó una expresión tan ambigua, que el johon, interpretándola a su manera, le dijo: No, no lo agradezcas. Te lo has ganado”.

Y lo mataron.